La vocación aunque nunca se equivoca, a veces quiere indagar por otros patios y antes de llegar a casa descubrir diferentes formas de jugar, de pintar, de comer, de vestir, de rezar, de hacer el amor.
Antes de habitar el destino, hemos pasado por diferentes tiestos y tierras. Así, de ser un niño dulce y sonrosado durante los primeros años, hemos sucedido más tarde por la expresión de tu madre: este crío las mata callando. Luego, durante alguna temporada, has vestido de rocker, al instante has deseado ser Joe Strummer y de repente tu ropa empieza a ensancharse, a elegir mil colores y agujeros para pasar a escuchar a tu padre decir en la comida: el niño nos ha salido jipi. La curva de inquietudes, conciertos, contradicciones y heridas sube rápida y firme durante unos años y luego, ya depende de ti, si quieres mantenerla en su ascenso constante, si prefieres juguetear un tiempo con drogas y altibajos, relajarla después en la seguridad de una línea recta o, si así lo decides, a mitad del camino, caer en picado hacia el aburrimiento, la madurez contenida, las camisetas planchadas y los domingos con arroz.
De esta manera divertida, desordenada y cambiante he querido ver nuestro trascurso por el mundo de los frutos. De pequeños nos gustan los que están a nuestra altura o por debajo. Los más dulces y de color rojo. Luego empezamos a trepar a los árboles, a retar las copas más altas y las cosechas más maduras en forma de higos y albaricoques. Los sabores exóticos comienzan a colarse en nuestro olfato a través del humo de Bob Marley y el sonido de una kora. Aparecen las piñas y las guayabas. Terminan llegando los sabores ácidos y astringentes. Membrillos, caquis, limones sacando punta a nuestra rebeldía, mezclándose con alcohol y cubitos de hielo y posteriormente depurando las toxinas de un maltrecho hígado. Este puede ser el recorrido por la senda de las frutas. Algunos espabilados hasta llegamos al punto, un tanto irreflexivo, de creer conocer a la gente por el sabor de su fruta favorita.
En ese escenario tan frutífero, de deshielo y malas hierbas, hay una que casi todos tenemos -roja y pequeña- entre las predilectas del frutero. Su tentación y fragancia nos ha acompañado muy de cerca en el imaginario y en la boca. Tanto de chiquillos como de adultos su azúcar siempre nos ha calmado y conducido. Primero a vivir con dulce atrevimiento, luego a disfrutar de los amigos y sus sabores disparejos y más tarde a aprender a morir dignamente.
Os estoy hablando, como ya sabéis todos, de las fresas. De su astronomía poblada de cráteres y estrellas limpias, de su tono erizado de pezón escondido entre las sábanas, tan codiciado por la punta de la lengua. De la mordida más pacífica hecha agua y corazón en la sonrisa de un niño.
Como todo recuerdo importante, esta fruta, tiene su inicio en la huerta y en el olor del humus. Los mayores las plantan pensando en los más jóvenes y ruidosos para alegrarles la primavera y enseñarles la duración que tiene la palabra paciencia a partir de, poco a poco, verlas madurar en la mata. Esa es la enseñanza de los abuelos: ver la felicidad en un arriate de fresas sin pesticidas. Pero los peques, sin darnos cuenta, van creciendo y ya no quieren estar entre canosos adoradores de tomates. Es el momento en que, igual que las fresas, los niños van mutando de color y densidad y prefieren cambiar el huerto por una pandilla de amigos, las fresas por un tetrabrik con pajita y al abuelo por el youtuber de moda.
Los primeros días contemplas a los ancianos un poco tristes pero las semanas van madurando el color de los arriates. El blanco infantil se va convirtiendo en sépalos verdes, cosidos en dulces gotas de sangre coagulada. Los viejos, más estirados, empiezan a contar las tardes felices por el número de fresas que han comido. A sus orejas peludas han regresado los gritos de los charcos y los juegos del barrio. En su boca hay un aroma a diente de leche. La magia en aquella golosina, menuda y avergonzada, ha vencido a las taquicardias y a las pérdidas de orina.
En la última estación es donde se cierran los círculos y en donde las incógnitas quedan despejadas al volver, en la boca, uno de los sabores de la infancia y en la mirada aquel plato con fresas que ponía tu madre en la cocina.