lunes, 20 de abril de 2020

ROJA Y PEQUEÑA






  

   La vocación aunque nunca se equivoca, a veces quiere indagar por otros patios y antes de llegar a casa descubrir diferentes formas de jugar, de pintar, de comer, de vestir, de rezar, de hacer el amor.

   Antes de habitar el destino, hemos pasado por diferentes tiestos y tierras. Así, de ser un niño dulce y sonrosado durante los primeros años, hemos sucedido más tarde por la expresión de tu madre: este crío las mata callando. Luego, durante alguna temporada, has vestido de rocker, al instante has deseado ser Joe Strummer y de repente tu ropa empieza a ensancharse, a elegir mil colores y agujeros para pasar a escuchar a tu padre decir en la comida: el niño nos ha salido jipi. La curva de inquietudes, conciertos, contradicciones y heridas sube rápida y firme durante unos años y luego, ya depende de ti, si quieres mantenerla en su ascenso constante, si prefieres juguetear un tiempo con drogas y altibajos, relajarla después en la seguridad de una línea recta o, si así lo decides, a mitad del camino, caer en picado hacia el aburrimiento, la madurez contenida, las camisetas planchadas y los domingos con arroz.

   De esta manera divertida, desordenada y cambiante he querido ver nuestro trascurso por el mundo de los frutos.  De pequeños nos gustan los que están a nuestra altura o por debajo. Los más dulces y de color rojo. Luego empezamos a trepar a los árboles, a retar las copas más altas y las cosechas más maduras en forma de higos y albaricoques. Los sabores exóticos comienzan a colarse en nuestro olfato a través del humo de Bob Marley y el sonido de una kora. Aparecen las piñas y las guayabas. Terminan llegando los sabores ácidos y astringentes. Membrillos, caquis, limones sacando punta a nuestra rebeldía, mezclándose con alcohol y cubitos de hielo y posteriormente depurando las toxinas de un maltrecho hígado. Este puede ser el recorrido por la senda de las frutas. Algunos espabilados hasta llegamos al punto, un tanto irreflexivo, de creer conocer a la gente por el sabor de su fruta favorita.

   En ese escenario tan frutífero, de deshielo y malas hierbas, hay una que casi todos tenemos -roja y pequeña- entre las predilectas del frutero. Su tentación y fragancia nos ha acompañado muy de cerca en el imaginario y en la boca. Tanto de chiquillos como de adultos su azúcar siempre nos ha calmado y conducido. Primero a vivir con dulce atrevimiento, luego a disfrutar de los amigos y sus sabores disparejos y más tarde a aprender a morir dignamente.

   Os estoy hablando, como ya sabéis todos, de las fresas. De su astronomía poblada de cráteres y estrellas limpias, de su tono erizado de pezón escondido entre las sábanas, tan codiciado por la punta de la lengua. De la mordida más pacífica hecha agua y corazón en la sonrisa de un niño.

   Como todo recuerdo importante, esta fruta, tiene su inicio en la huerta y en el olor del humus. Los mayores las plantan pensando en los más jóvenes y ruidosos para alegrarles la primavera y enseñarles la duración que tiene la palabra paciencia a partir de, poco a poco, verlas madurar en la mata. Esa es la enseñanza de los abuelos: ver la felicidad en un arriate de fresas sin pesticidas. Pero los peques, sin darnos cuenta, van creciendo y ya no quieren estar entre canosos adoradores de tomates. Es el momento en que, igual que las fresas, los niños van mutando de color y densidad y prefieren cambiar el huerto por una pandilla de amigos, las fresas por un tetrabrik con pajita y al abuelo por el youtuber de moda.

   Los primeros días contemplas a los ancianos un poco tristes pero las semanas van madurando el color de los arriates. El blanco infantil se va convirtiendo en sépalos verdes, cosidos en dulces gotas de sangre coagulada. Los viejos, más estirados, empiezan a contar las tardes felices por el número de fresas que han comido. A sus orejas peludas han regresado los gritos de los charcos y los juegos del barrio. En su boca hay un aroma a diente de leche. La magia en aquella golosina, menuda y avergonzada, ha vencido a las taquicardias y a las pérdidas de orina.

   En la última estación es donde se cierran los círculos y en donde las incógnitas quedan despejadas al volver, en la boca, uno de los sabores de la infancia y en la mirada aquel plato con fresas que ponía tu madre en la cocina.


                                                                         
                     


sábado, 11 de abril de 2020

EN MAL MOMENTO







Me pregunto hasta cuántos kilos soporta el alma.
Hay quienes consideran
que la tasa se esconde en una cruz
y en los golpes de pecho.
Otros que la balanza apunta al infinito
pues comentan de extranjis que el amor se reencarna.
Mis cálculos me llevan al silencio,
a tomar una copa.
Tengo un poco de lío.

Si yo solo pasaba por aquí.




lunes, 30 de marzo de 2020

HAIKU





                               





Vengo de lejos

                 de donde, cuando olvidas

   surgen paisajes.







    


viernes, 21 de febrero de 2020

SIMETRÍAS





                                                         Cuadro de Antonio López





El orden decapita todo amago de ruido.
Desnudo ante una verga sin reflejo
comienza otra mañana
y es la ausencia del agua -pero no su sonido-
la que aviva mi sed.
Roto el orden, la hoja se desliza y secciona
lo que antes rozaron unos labios,
la desidia de un hombre ante el espejo.
Saber que cada objeto tiene un sitio
y su punto de vista y simetrías,
que la calma del blanco,
la espuma del jabón
se puede quebrantar
con un solo milímetro de sangre.



sábado, 25 de enero de 2020

ACELGAS




       





       “Había una vez unos años primeros cargados de calles, juegos, domingos y acelgas en el plato”

         De niño, el miedo y el asco en muchas ocasiones se presentaban vestidos de verde. En las pesadillas, el demonio que te atormentaba era verde, el resfriado que te impedía respirar en la cama era verde, el viento que golpeaba en la tarde la ventana, de repente, era verde y oscuro.
          De ahí, hasta llegar a los pucheros de tu madre, en donde algunos días, notabas algo - también verde - flotar en el plato y moverse en su trayectoria casi siempre dirigida por la mirada colérica de esa madre hacia tu boca. Eran acelgas, una de las palabras más indigestas de la niñez.
           Pero ya pasó la infancia y su destino libre y ahora, los demonios son imágenes divertidas y sexis en tu mente. La carne, hoy más dura y desinhibida, pide a gritos raciones de verde clorofila en la boca y en tu conciencia de campesino, se vuelve uno de los colores favoritos. Llegas a pensar que no hay mejor alimento y abundancia que unas acelgas cocidas con un buen chorro de aceite y limón para la cena. Que no hay mayor revolución en el paisaje que un campo de invierno cubierto de acelgas salvajes y debajo la tierra dormida y humeante.
          Las rosas nunca fueron para la estación del frío. El dios de las puertas, prefiere para enero un inicio indómito y poner en la cocina un jarrón con gavillas de acelgas de colores. Rojo, naranja y amarillo combinado con el blanco y el verde más fecundo que, más tarde, añadiremos en nuestros platos para hacer la mezcla perfecta. Acelgas con patatas, acelgas con legumbres, con salsa de almendras, mientras nieva luz y escarcha en algún huerto de la montaña.
        Como una lección más de la naturaleza, vemos como nuestro perro conoce, sin que nadie se lo haya enseñado, las hierbas con las que tiene que purgarse para mantenerse sano. Los humanos, creadores de historias, de corazones artificiales, a veces también de ignorancias, desatendemos y repudiamos el mensaje y los frutos de la tierra entregada a la libertad de las estaciones y de las semillas.
         En los recuerdos más reconfortantes verde de acelgas y en el botiquín de urgencias el aroma de los últimos metros de vuelo de aquel tobogán y el comienzo de ese cuento que nos hizo crecer y dormir “a campo abierto”:

        “Había una vez unos años primeros cargados de calles, juegos, domingos y acelgas en el plato”.





                     

domingo, 29 de diciembre de 2019

UN NUEVO LAMENTO QUE VENCER







La muerte tiene flores,
una piel amarilla y una esquela,
un día reservado,
un billete de ida, un disparo en la frente
y hasta puede que un brindis.
Pero esta es otra historia,
por desgracia sin tierra y sin cadáver.

Es el viaje de un perro que ya nunca volvió,
que decidió la ausencia como huella
y poner en mi vida ,en la noche sin límites,
la tortura de un nicho siempre abierto.
Yo reclamo a aquel día un final sepultado,
ninguna solución a mi indolencia
y suplico a los mirlos y a su grito
que no se vayan nunca de mi invierno.

Quizás, que en todo caso,
su huida, sea un nuevo lamento que vencer.




jueves, 22 de marzo de 2018

MERCADOS CALLEJEROS










De cuando en vez te olvida la rubia economía,
sin previo aviso deja por la mesa
un par de huevos fritos y facturas,
un plátano maduro y se va no sé a dónde.
Pero en temas de renta y patrimonio
son las sobras, las migas,
las de pan y humildad, las que te enseñan
la virtud que reside en la escasez.
Y capturas el euro del fondo del bolsillo
y te largas al bar a tomar un Belmonte
y allí entre los colegas
desmontas la importancia de un crucero a Venecia,
de un bogavante en salsa de cicuta.
Por eso pienso a veces
que en temas de mercados callejeros
los números engordan o adelgazan
dependiendo del ojo que los suma o los resta.