jueves, 22 de agosto de 2013

MIEL DE AGUACATE







La narración me lleva al sonido en romería de zánganos extasiados.

 En enero, la flor presume de su naturaleza ausente, duerme el color, el aroma se estanca.

Mientras, en la costa tropical florece el aguacate, la polinización reparte sus silencios y como en una obra de teatro, papeles asignados a miles de abejas hambrientas que transforman el espíritu de las flores en dulce mar de ámbar.

 En el bosque de ojos verdes, se mezclan salivas que diluyen los versos de la historia de amor entre la reina de la colmena y un joven obrero de corazón de amapola.

El néctar escondido, la danza del polen, la baya carnosa del aguacate, todo esto, me lleva a María; a la memoria de su piel de muchacha, a su anatomía cristalina con reflejos de aceite de argán, al aroma escondido bajo el calor de su bufanda.

Medida para el brillo de juegos de lágrimas, repelente para el mal de ojo y sus ceños, tamiz de balas de querellas, que en invierno tiene miedo a la escarcha y que esconde su corazón en una roja cebolla de brasas.

El dulce sol habla con las abejas para mudar el agua de flor por bordados de seda y verde plata.

 En el arroyo la luz sometida tienta a María que diluye la sombra de la pena que ya descansa.

 La ilusión impresionista de la realidad moja el pincel antes que el momento se vaya.



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