Eco y Narciso
La bella y joven Eco era una ninfa
de cuya boca salían las palabras más bellas jamás nombradas. En cuanto a las
palabras ordinarias, se oían de forma más placentera. Esto molestaba a Hera, celosa de que Zeus, su marido, pudiera
cortejarla como a otras ninfas. Y así sucedió. Cuando Hera descubrió el engaño,
castigó a Eco quitándole la voz y obligándola a repetir la última palabra que
decía la persona con la que mantuviera la conversación.1
Incapaz de tomar la iniciativa en una conversación, limitada sólo a repetir las
palabras ajenas, Eco se apartó del trato humano.
Retirada en el campo, Eco se
enamoró del hermoso pastor Narciso, hijo de la ninfa Liríope
de Tespia
y del dios-río
Céfiso. Sin embargo, el vanidoso joven no
tenía corazón y la consideró loca, ignorándola totalmente. Con el corazón roto,
Eco pasó el resto de su vida en cañadas solitarias, suspirando por el amor que
nunca conoció, debilitándose y adelgazando, hasta que sólo quedó su voz.
Febo
no había todavía
revelado
al mundo el día,
cuando
una muchacha salió
de
su propia casa.
Sobre
su pálido rostro
afloraba
su dolor,
y
a menudo provenía
de
su corazón un gran suspiro.
Andando
sobre las flores
iba
vagando, aquí, allá,
llorando
de esta manera
su
amor perdido:
«Amor»,
decía, deteniendo el pie,
mirando
el cielo,
«¿Dónde,
dónde está la fidelidad
que
el traidor me juró?»
Pobrecilla,
no puede más, ay,
ya
no puede soportar tanto sufrimiento.
«Haz
que vuelva mi amor
tal
como antaño fue,
o
déjame morir, para que
no
sufra más.
No
quiero ya que él suspire
sino
estando lejos de mí,
no,
no quiero
que
me dé más dolores.
Pues
el saber que por él ardo
satisface
su orgullo,
quizá,
quizá al alejarme
él,
a su vez, empezará a rogarme.
Si
ella tiene para él más serena
mirada
que la mía,
sin
embargo no alberga en su seno
un
amor que sea tan fiel como el mío.
Ni
tendrá nunca
besos
tan dulces de esa boca,
ni
más tiernos, ay calla,
calla,
él bien lo sabe.»
Así,
entre amargas lágrimas,
llenaba
el cielo con su voz;
así
en el corazón de los amantes
el
amor mezcla el fuego con el hielo.
Ottavio Rinuccini
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