sábado, 9 de febrero de 2013

EL BLUES DE ÁFRICA












La arena del desierto me cubre esta mañana y se desliza entre mis dedos para contarme, con sus pentagramas, la historia de la humanidad.

El delta del Níger y sus espíritus se arremolinan en mi salón con sonidos vestidos de blues; el barro, el agua, la saliva y el sudor se mezclan en mi boca para curar mis heridas. Cuántas de mis frustraciones se duermen, al escuchar la música favorita de los dioses en la madraza de barro.

El crujir de las semillas de la calabaza despiertan a la Kora. La Kora aviva a la vieja araña que habita en mis entrañas y tras un breve bostezo sus cuerdas empiezan a sonar, escarbando en mi corazón para encontrar el último latido de mi sangre mestiza. El ritmo obsesivo se atrinchera en mis manos desnudas y comienzo mi viaje al destierro de las canciones, al exilio de mi soledad donde siempre me he hallado. Eso sí, abro la ventanilla para sentir todo el viento en  mi cara.

Un riff de guitarra se aposta en el silencio para romper mis bocetos de consuelo, para destrozar el dolor en mil pedazos con formas de conchas de caracol; pero siento que me cuida, que acaricia mis cejas y que me guía a ese lugar donde lucha mi espíritu animal con el duende que me traerá la conciencia de mi muerte.

¡Sonidos negros! Haced aullar a los perros de los caminos, alimentad a los demonios de una tierra que me hace bailar abrazado a las estrellas.
¡Caderas del trance que intimáis con el viento! Permitidme la eternidad que vive en las palabras escritas en la corteza del árbol.
¡Cresta roja del gallo que enmudece en Tombuctú el grito de África! Convierte en infértil semilla, el grito de integrales combatientes islamistas.






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